domingo, septiembre 11

La sombra avanzaba por la estrecha cuesta. Becker vio paredes por todas partes, un callejón sin salida a su espalda. Les separaban algunas entradas con puertas, pero era demasiado tarde para pedir ayuda. Aplastó la espalda contra la pared del callejón sin salida. De repente sintió hasta el último grano de arena bajo las suelas de sus zapatos, incluso la última protuberancia de la pared de estuco. Su mente retrocedió hasta el pasado, hasta su infancia, sus padres..., Susan.
¡Oh, Dios! Susan...
Por primera vez desde que era niño, Becker rezó. No rezó para liberarse de la muerte. No creía en milagros. Rezó para que la mujer a la que amaba encontrara fuerzas, para que supiera sin el menor asomo de duda que la había querido. Cerró los ojos. Los recuerdos llegaron como un torrente. No eran recuerdos de reuniones del departamento, asuntos universitarios o las cosas que conformaban el noventa por ciento de su vida. Eran recuerdos de ella. Recuerdos sencillos: el día en que le enseñó a utilizar palillos en un restaurante chino, una mañana navegando en Cape Cod. Te quiero, pensó. No lo olvides... nunca.
Era como si le hubieran despojado de toda defensa, toda fachada, toda exageración insegura de su vida. Estaba desnudo delante de Dios. Soy un hombre, pensó. Y en un momento de ironía se dijo: Un hombre sin cera. Tenía los ojos cerrados, mientras el tipo con las gafas de montura metálica se aproximaba. Cerca una campana empezó a doblar. Becker esperó en la oscuridad el sonido que acabaría con su vida.

*

Hasta un pasaje barato de un libro barato me emociona.
Quisiera que alguien me llame "ella" de la misma forma.

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